El concepto de «cultura nacional» tiene una denotación relativamente clara y distinta cuando se compara (su denotación) con su connotación (o definición). La denotación de la «cultura nacional» está constituida por las culturas de las naciones que llamamos «canónicas», tales como España, Inglaterra o Francia. (Montandon creó el concepto de etnia –que más tarde se aplicaría preferentemente a escala regional o bien, en sentido etnográfico, con referencia a circunscripciones coloniales– precisamente tomando como modelo la nación o etnia francesa; su función de canon procede, por tanto, de las naciones europeas de la época moderna). Las dificultades comienzan cuando se trata de definir la estructura y el significado de esas culturas nacionales; pues estas definiciones no sólo presuponen la existencia de las entidades llamadas «culturas» como unidades delimitadas mutuamente (megáricas, en el límite), sino que, además, postula que estas unidades se superponen con las naciones. Es decir, que las culturas genuinas son precisamente las culturas nacionales como expresiones del espíritu de cada uno de sus pueblos. Y esto es ya simple ideología metafísica. En efecto: la nación, en cuanto unidad política, es un concepto moderno (según otra terminología, «contemporáneo», de los siglos XVIII y XIX). En la Edad Media y aun en la moderna, «nación», más que las funciones de un concepto político desempeñó las funciones de un concepto antropológico (nación equivalía a «gente», incluso a «etnia» o colectividad arraigada, generalmente en un territorio, y cuyos miembros mantenían lazos de parentesco más o menos lejano). El homólogo, medieval o moderno, del concepto de Nación, con sentido político, es el concepto de «Pueblo», como materia de la sociedad política, del Estado. Pero el Estado precisamente implica la confluencia de dos o más naciones (o gentes, o tribus, o etnias, en sentido etnográfico), cuyos conflictos encuentran precisamente su equilibrio dinámico (la eutaxia) a través del Estado. Un equilibrio que el Estado consigue, para decirlo con la fórmula de Max Weber, mediante el monopolio de la violencia (que es, a veces, la violencia de una etnia sobre las demás, aunque con el «consenso» o pacto –no por ello menos injusto– de las etnias sometidas). Dado un Estado plurinacional –como pudo serlo el Imperio romano– se comprende que, en su ámbito, hubiera de tener lugar un mínimo proceso de homogeneización en lengua, en el culto al emperador, en las costumbres, &c., de los pueblos que lo componen.
La homogeneización tiene sus niveles más bajos en las sociedades ágrafas, analfabetas, en las cuales la escritura es patrimonio de grupos muy reducidos. El Estado madurado de este modo se fragmentará, en gran medida, por la acción de pueblos invasores. Sin embargo, podrá tener lugar una «reexposición» del proceso de constitución de Estados o Reinos a partir de la confluencia conflictiva de naciones y etnias diferentes, como ocurrió en la Edad Media con los «Reinos sucesores» del Imperio.
También es verdad que, atravesando las divisorias de los diferentes Reinos o Estados, se desarrollaron (gracias, en parte, a la herencia jurídica, administrativa, &c. de los antiguos) formas artísticas, religiosas, políticas, cuyo carácter supraestatal o interestatal estaba asociado precisamente a la Iglesia: el latín, como lengua común de la ciencia, la filosofía y la teología escolásticas, la arquitectura y la escultura románica o gótica, el ceremonial cortesano y eclesiástico, el canto gregoriano y el órgano, &c. Aquí no sería posible hablar aún de «culturas nacionales», y esto dicho sin perjuicio de reconocer que la arquitectura (pero no la música, por ejemplo) floreciese en un reino más que en otro, en el que florecía acaso la pintura o el derecho. La «cultura», como se dirá después, además de incorporar el patrimonio de la cultura clásica (en gran medida a través de los árabes), resultaba ser «internacional», al menos dentro del ámbito europeo (no era, en cambio, universal, pese a sus pretensiones «católicas»).
Ahora bien, la fragmentación de la unidad de la Iglesia de Occidente fue consecuencia inmediata de la Reforma protestante que, a su vez, estuvo codeterminada por el incremento del peso específico de los Estados modernos; un incremento que incluye los «descubrimientos», a través de los cuales iban a entrar masas enormes de territorios, de metales preciosos y de gentes bajo la jurisdicción de esos Estados que llamamos «canónicos» (sobre todo, en principio, España, Portugal, Inglaterra, Holanda y Francia). Todo esto dará lugar a una reorganización del sistema global heredado.
Algunos creen poder definir el sentido de esta reorganización como un proceso de «secularización» de la vida política; nada más erróneo a nuestro juicio. Que los Estados modernos, al desprenderse de la hierocracia (o de la teocracia romana), tiendan a hacerse soberanos, no encierra en principio un sentido laico, sino un sentido altamente religioso. Un sentido que resultó ser paralelo, en muchos casos, al del cesaropapismo bizantino (Enrique VIII o Jacobo I, jefes de la Iglesia anglicana, &c.). La «razón (laica) de Estado» se reduce principalmente al ámbito de ciertas repúblicas (comparativamente insignificantes), que guardaban las reliquias medievales de las luchas de güelfos contra gibelinos; entre ellas vivió Maquiavelo. Porque, fuera aparte de los Estados protestantes, también los Estados católicos incrementaron su vocación religiosa, aunque no ya subordinándose al Pontífice romano, cuanto erigiéndose en un «Pueblo elegido» por Dios. Esto dicho sin perjuicio de que fuese la «razón de Estado» la inspiradora de las propias políticas cesaropapistas en Inglaterra, del Santo Oficio en España, o del galicanismo en Francia. En el caso de España tuvo lugar además y paralelamente un proceso inverso de «transferencia», que algunos llaman «dejación» por parte del papado, de competencias tradicionales de la Sede Apostólica a los reyes españoles, a través de la institución del Patronato de Indias («El Pontífice cedio casi toda su jurisdicción y constituyó a los reyes [españoles] vicarios suyos, y les entregó los hilos del gobierno aun espiritual», dice Constantino Bayle, S.J., en Expansión misional de España). El efecto más inmediato de la nueva situación fue el progresivo eclipse del ideal de la latinitas que mantenían vivo los humanistas del Renacimiento y la eclosión de las lenguas nacionales como instrumentos propios para los servicios religiosos, para la expresión de la literatura, de la filosofía, del derecho, de la ciencia y no sólo de la política.
El significado de esta eclosión –ideológicamente interpretada como la expresión misma del Espíritu de los pueblos represados y aun secuestrados durante siglos y siglos hasta el momento– puede entenderse muy sencillamente en función del incremento del Estado moderno, de sus nuevos intereses económicos, abiertos por los descubrimientos de la época moderna. En esta eclosión de los nuevos Estados comenzaron precisamente a florecer las lenguas nacionales (en el sentido canónico del concepto). La lengua es atributo universal a todos los hombres, a todos los Estados; pero, aunque universal al campo de la humanidad, la lengua no puede desempeñar la función de una relación conexa universal, sino que, por el contrario, determina una partición del campo humano en clases disyuntas incomunicables, clases que tenderán a superponerse a las mismas colectividades constitutivas de los Estados soberanos. Si estos Estados propiciaron el desarrollo de la lengua propia, y su unificación, fue precisamente porque al hablar la lengua nacional los hombres de un Estado dado «se volvían de espaldas» a los demás (lo que no ocurría al arar la tierra, la pintar o al tañer instrumentos comunes), y porque este «volverse de espaldas» era condición necesaria, en su momento, para «concentrarse» en la ejecución de los proyectos de expansión y desarrollo colonial. Durante los siglos XVI, XVII y XVIII puede hablarse de una sociedad occidental divida en Estados que, sin perjuicio de su interacción constante, siempre polémica, intentaría desarrollar por su cuenta, a distintos ritmos, todas o algunas de las posibilidades que estaban ya prefiguradas en una herencia artística, científica, religiosa, tecnológica, política, &c., que les era común. Es así como se irán conformando lo que más adelante se llamarán «culturas nacionales»; y es así como se irá abriendo camino la tendencia de cada «cultura nacional» a considerarse como «fruto interno de su vientre» (de su pueblo), olvidando que todos ellos procedían como ramas diversificadas de un mismo tronco.
De este caldo de cultivo emergerá la idea de nación, en tanto que idea estrictamente política. En efecto, la nación en sentido político se ha gestado en el ámbito de un Estado soberano, del Estado moderno; y este proceso lo advirtió «sobre la marcha», hará pronto un siglo, el «libertador de Polonia», Pilsudski: «Es el Estado el que hace a la Nación y no la Nación al Estado». Pero casi de un modo inmediato se producirá el espejismo: la Nación, efecto del Estado, pasará a ser percibida restrospectivamente como si hubiera sido el sujeto o sustrato de ese Estado, en cuanto nuevo sujeto de la soberanía (frente al Rey del Antiguo Régimen, por la Gracia de Dios). Pascual Mancini formulará el cogito ergo sum de la política: «Cada Nación, un Estado». El pueblo se convertirá en nación. En lugar de: «¡Viva el Rey!» había ya gritado en Valmy: «¡Viva la Nación!»
Ahora bien, la nación, como sujeto político puro, es una mera abstracción. Por de pronto la nación (el pueblo que le dio origen) será mucho más que un cuerpo electoral, que un conjunto de individuos que hacen plebiscitos, aunque sean cotidianos. Los plebiscitos cotidianos, entre otras cosas, sólo podrán ser llevados a cabo cuando el pueblo tenga un lenguaje común, y, por tanto, una historia propia, con costumbres, ceremoniales y artes característicos. Sólo por ello (y no porque un conjunto de individuos, reunidos al azar, determinen, por pacto, constituir un pueblo) podrá entenderse por qué el «pueblo» tuvo poder suficiente para asumir la soberanía. El descubrimiento de la imprenta jugará en este proceso un papel decisivo. La letra impresa, en efecto, será el principal medio, desde el siglo XVI, pero sobre todo a partir del siglo XVIII, para que las lenguas nacionales puedan homologar sus funciones con las que antaño desempeñó el latín, tanto en los servicios religiosos, como en la narración de leyendas o cuentos, o en la exposición de sistemas filosóficos o de poemas literarios; en todos los casos lo que hará la letra impresa es intercomunicar a los «ciudadanos» que han comenzado a pasar por la Escuela Nacional Obligatoria, es decir, que han aprendido a leer y a escribir en la lengua nacional.
Es en este punto en donde comienza a actuar la idea de cultura en el sentido moderno. La nación es el pueblo de Dios y su contenido se revela a través de la cultura nacional, expresión del espíritu del pueblo. Esta equiparación (o superposición) todavía no es aceptada por Kant, para quien la cultura de un pueblo sigue siendo, sobre todo, una dimensión moral (y además internacional); pero se dibuja ya, sobre todo, en Fichte y en Hegel. Cuando a partir del siglo XIX la ecuación entre la Nación y el Estado se lleve adelante a través de la idea del Estado de Cultura (nacional), la tendencia general será la de interpretar el verdadero arte, la verdadera literatura, la verdadera filosofía, la verdadera música, &c. como expresión de la «cultura de un pueblo», de la «cultura de una nación», en su sentido canónico.
En realidad, lo que estaba ocurriendo era que la «matemática francesa», la «música alemana», la «pintura española» o la «física inglesa», lejos de ser «expresión de la cultura» de esos pueblos o naciones considerados míticamente como si fueran intemporales, o como si hubieran surgido de un in illo tempore nebuloso, no eran otra cosa sino el desarrollo, magnífico sin duda, en las diversas naciones y en función de circunstancias muy precisas, de un patrimonio común, que procedía de la Edad Media, de Roma y de Grecia, y que tenía fuerza suficiente para asimilar (experimentando con ello en ocasiones desarrollos insospechados) acaso lo más valioso de las «culturas» de los pueblos recién descubiertos en América, en Africa o en Asia. Pero la ideología político-nacionalista obligaba a reinterpretar todo como expresión del pueblo o de la nación; y, de hecho, la «creación» (composición) ad hoc de nuevas formas artísticas, filosóficas o musicales inspiradas en motivos particulares o folclóricos (según el nuevo concepto acuñado por W. John Thoms, en 1846) daría lugar a que se acumulasen formas peculiares, llamadas «nacionales», que pasarían a ser consideradas como «señas de identidad» irrenunciables en el futuro (desde la música de Wagner en Alemania hasta la zarzuela en España). Y lo fueron (y aún lo son), pero no tanto porque expresasen una «sustancia previa», sino porque la inventaban artificiosamente al efecto. Lo verdaderamente valioso de estas construcciones derivaba precisamente no tanto de sus componentes «nacionales», sino de los componentes comunes y, por decirlo así, internacionales; pues internacionales eran los instrumentos científicos o musicales, el laboratorio, la orquesta, en tanto que se habían conformado sobre una tradición medieval y antigua común. De ahí el carácter ideológico de la dialéctica que cruza todo el siglo XIX y el XX entre la «cultura particular» (nacional canónica, nacional regional) y la «cultura universal»; de ahí el mito de que lo genuinamente particular ha de tener, por ello mismo, un valor universal. Pero propiamente ni las matemáticas, ni la música sinfónica, ni la teología, que fueron conformándose a lo largo de los siglos XIX y XX, pueden entenderse en absoluto desde la óptica de las regiones que, dentro de las naciones canónicas, comenzaban a querer organizarse como nuevas naciones con una Cultura y un Estado propios. Ni siquiera la «filosofía clásica alemana» puede, salvo en lo que tenga de componentes más bárbaros, considerase expresión del «pueblo alemán» (del pueblo alemán «aplastado en Westfalia»), puesto que depende de una filosofía escolástica de tradición milenaria.
En realidad, y salvo las formas culturales que dependen sustancialmente de la lengua nacional (a saber, sobre todo la poesía y la música vocal), todas las formas culturales de la época moderna tenderán a utilizar instrumentos universales, desde la regla de cálculo y el pianoforte hasta el ordenador o el sintetizador electrónico. Por consiguiente, cabrá decir que ellas están llamadas a desprenderse desde el principio de sus obligadas dependencias de la nación canónica. Sin duda, se actúa siempre desde un Estado o desde una Nación; pero es sólo un mito decir que el camino hacia la universalidad pasa necesariamente por el regreso «hacia las esencias nacionales íntimas». El único camino es, desde la propia situación, sin duda, mantenerse en el terreno y en las formas de la cultura cosmopolita, tratar de dominar, controlar y reabsorber, si es posible, las formas, contenidos e instrumentos universales a fin de construir con ellos. La poesía y la filosofía constituyen, como hemos dicho, casos particulares, cuyo enjuiciamiento plantea problemas especialmente delicados. La razón es que la poesía y la filosofía no disponen de «instrumentos universales», sino que dependen esencialmente de un lenguaje particular y no pueden desarrollarse por medio de lenguajes simbólicos. Sin embargo, esto no justifica la elección del camino del noli foras ire; porque el lenguaje particular tampoco tiene por qué considerarse aquí como expresión de una «sustancia propia», sino como «plataforma» en la que la historia nos ha situado y desde la cual intentamos abarcar las formas y los contenidos dados en las demás lenguas o culturas. Esta es la razón por la cual no todas las lenguas particulares están dotadas de la misma virtualidad de «asimilación universal». De algún modo, sólo de las lenguas particulares que, a su vez, sean históricamente internacionales, o bien de las lenguas que arrastran una tradición filosófica peculiar, podría decirse que tienen virtualidad universal efectiva. Su «internacionalismo histórico» es el correlato lingüístico de la universalidad de los instrumentos matemáticos o tecnológicos.
Sin embargo, lo cierto es que dos siglos de nacionalismo político han determinado ámbitos ecológicos más o menos artificiosos, delimitados por cada Estado, en los cuales han podido cultivarse, en régimen de «concavidad nacional», formas peculiares (relativamente) de arte, de instituciones, de folclore, de moneda, de tradiciones comunes excluyentes, de historias nacionales (sucedáneas de la historia sagrada común). De estos cultivos han resultado esas «unidades corológicas» que llamamos hoy «culturas nacionales». El proceso sólo fue posible tras la alfabetización obligatoria y, a través, en principio, de la prensa de circulación nacional, dependiente del idioma nacional; ulteriormente a través de la radio y de la televisión. Que las «culturas nacionales» tenga por ello una identidad similar a la de un jardín de invernadero no significa que tal «identidad» no exista de hecho. Lo que se discute es que la identidad de estas naciones canónicas sea sustantiva, y que ella sea expresión de un «espíritu nacional» propio. La realidad es que sus contenidos más valiosos proceden de un patrimonio común «secuestrado» por los Estados, o de la imitación disimulada de otras culturas nacionales. Más problemático es todavía que esas culturas de invernadero tengan una validez universal más allá de un plano estrictamente fenoménico, que depende de la coyuntura política